Un hombre me contó que él nunca pudo ir a la escuela. De niño su país salía de una terrible guerra y no había espacio para la educación. Desde los cinco años (¡cinco años!) trabajó, primero como aguador de los trabajadores del campo (necesario por las altas temperaturas del país) y luego en distintas labores agrícolas. Estudiar fue siempre su gran anhelo, y su aprendizaje fue realmente admirable: le pedía a los trabajadores que escribieran su nombre en la tierra para conocer cómo eran las grafías, o cogía un pedazo de un periódico y los mismos trabajadores le señalaban las letras. Sólo pudo estar una semana en la escuela, sobre los diez años, y los profesores se quedaron sorprendidos al comprobar que el niño había aprendido a leer y escribir por su cuenta. Luego volvió inevitablemente al trabajo. Con más de veinte años y está rudimentaria preparación consiguió aprobar un examen y conseguir un empleo en la administración pública, pudiendo sostenerse con menos precariedad y crear un hogar, facilitando que sus hijos tuvieran formaciones regladas y amplias.
Otra mujer, en el mismo país y época, y en parecidas circunstancias, comenzó yendo a la escuela, pero no por mucho tiempo. Con doce años sus padres la retiraron para que cuidase de los hijos de una hermana mayor. Esa fue su vida en adelante, cuidar de otros y descuidar sus propias posibilidades. Lo hizo con ahínco y amor, a pesar de las dificultades y carencias, primero en su familia de origen y posteriormente en su familia creada. Con respeto, abnegación y cariño, olvidándose de sí, administrando con destreza los escasos recursos, logró dar a sus hijos las oportunidades que ella no tuvo.
Tal vez quien lea estas líneas imagine algún país lejano, deteriorado, y rellene con rasgos exóticos los pocos datos que aporto de los protagonistas. Se desvía entonces el lector o lectora. Estoy hablando de mis padres, nacidos y criados durante la posguerra española. Ellos, Manuel y Alfonsa, pertenecen a una generación que surgió de las cenizas (literales) de la Guerra Civil, en un país donde todo fue destrozado, disminuido, reducido a la supervivencia. Historias como las de mis padres las he oído a muchas otras personas, hablando de sí mismos o de sus ancestros. A esa generación, a su tremendo esfuerzo, a su sacrificio, a su olvidarse de sí y luchar por la familia, a ellos, padres y abuelos actuales, se lo debemos todo. Y parte de estos hombres y mujeres, que nunca fueron reconocidos, a los que nunca se les dio la gracias, para los que no hay ni habrá una suficiente valoración y admiración, están muriendo solos, olvidados, apenas solicitados por unos cuantos parientes directos a los que apenas se les escucha.
Es un panorama que me hiere el alma. Si como comunidad no tenemos un reconocimiento y un lugar especial para los más grandes de entre nosotros, entonces estamos perdidos.